martes, 27 de mayo de 2014

LA SANA DOCTRINA DE CRISTO TE ENSEÑA A OBEDECER

LA SANA DOCTRINA DE CRISTO TE ENSEÑA A OBEDECER
  
(Hebreos 5:7,8) “7 Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente. 8 Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia”.

El versículo citado habla de la superioridad del sacerdocio del Señor Jesucristo.
Como indica la sagrada escritura, (Hebreos 5:1) “Porque todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres es constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere,  para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados”. Nuestro amado Señor Jesús debió hacerse uno de nosotros para poder cumplir con el objetivo divino de transformarse en el gran sumo sacerdote, cuya actividad final es interceder por nosotros ante el trono de la justicia de Dios. Lo sorprendente del pasaje que estamos analizando, es que Cristo, Dios hecho carne habitó entre nosotros y aunque era Hijo, aprendió la obediencia, en medio de ruegos, suplicas, clamor y lágrimas.

Y no solo eso, sino que la propia escritura se encarga de ratificar que nuestro amado Salvador se hizo obediente hasta la cruz: (Filipenses 2:8) “y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.
Respecto a Cristo como maestro de obediencia, entre todas sus enseñanzas relacionadas en la Doctrina de Cristo, nos deja una de las lecciones más ilustrativas, y es aquella que habla de la relación que se establece entre la experiencia y consejos del Maestro supremo y la del discípulo aprendiz, quien es ordenado a someterse voluntariamente a los designios y gobierno del Soberano.
La Palabra de Dios dice: (Mateo 11:29) “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.
Este simple ejemplo, nos habla de lo que ocurre entre dos bueyes que se unen bajo un yugo para permitir duplicar la fuerza y consistencia, ante tan ardua labor de llevar el arado para abrir surcos que recibirán la semilla.

Cuando un buey nuevo se enyuga con otro más viejo, tendrá tarde o temprano, que someterse a la frecuencia, agilidad y movimientos de quien tiene la experiencia para gobernar y conducir el arado y aprenderá a hacer los surcos derechos. El buey nuevo sufrirá dolores, cansancio o incomodidades, hasta que definitivamente se rinda a lo que el buey viejo determine que se debe de hacer en la preparación de la tierra.
Así también nosotros, desde que fuimos llamados a ser discípulos del Señor, fuimos puestos bajo el yugo de Cristo y nuestro destino es aprender la obediencia; la misma experiencia que tuvo que cruzar el propio Salvador.

La Doctrina de Cristo nos enseña a través del apóstol Pedro: (1 Pedro 1:2) “elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo: Gracia y paz os sean multiplicadas”.
El tema de la obediencia es uno de los más relevantes para todo ser humano; desde que se es muy pequeño, la voz de la madre se hace incesante respecto al llamado imperativo a la obediencia. Durante la juventud se hace clara la continua exhortación para obedecer y ya en plena edad adulta también se presenta el desafío de la obediencia.


Todo el recorrido de la vida del hombre se transforma en una prueba constante con la obediencia. Pero bien sabemos que todos los hombres somos pecadores y que la obediencia hacia lo bueno o hacia lo que Dios enseña, no está en nuestra naturaleza. Somos desde que nacimos desobedientes y no tenemos la voluntad natural para obedecer. La Palabra de Dios dice: (Romanos 3:10.18) “10 Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; 11 No hay quien entienda. No hay quien busque a Dios. 12 Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. 13 Sepulcro abierto es su garganta; Con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; 14 Su boca está llena de maldición y de amargura. 15 Sus pies se apresuran para derramar sangre; 16 Quebranto y desventura hay en sus caminos; 17 Y no conocieron camino de paz. 18 No hay temor de Dios delante de sus ojos”.

Ante tan triste y oscuro diagnóstico que la Palabra hace al hombre, aparece la hermosa voz de la Doctrina de Cristo, que de manera extraordinaria nos enseña la bendita posibilidad de dejar de ser por naturaleza hijos de desobediencia, y por gracia ser transformados en hijos de Dios. (Efesios 2:1-6) “1 Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, 2 en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, 3 entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. 4 Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, 5 aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), 6 y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús”.

La Palabra de Dios es clara y precisa en declarar que el amor, la gracia y misericordia de Dios, permiten al hombre muerto en delitos y pecados, renacer para una nueva vida en Cristo Jesús, dejando así la esclavitud de la desobediencia y para llevarnos hacia una nueva servidumbre obediente a la justicia (Romanos 6)
No obstante, la Palabra de Dios también nos advierte que, si bien los creyentes somos nueva creación en Cristo, el pecado sigue morando en nuestros miembros, por lo tanto, la vida del hijo de Dios, se transforma en una continua lucha entre el nuevo y viejo hombre, entre la naturaleza caída de Adán y la nueva en Cristo, entre la obediencia y la desobediencia.

La Sana Doctrina de Cristo nos enseña a través del apóstol Pablo en los Romanos: (Romanos 7:15-17) “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí”
Esta Palabra es una declaración honesta y clara de un verdadero y genuino creyente, en la Doctrina de Cristo que reconoce que su vida es parte de una continua lucha entre obedecer a Dios o a la naturaleza carnal que reclama su primitivo lugar.

La obediencia es el gran desafío del creyente, es vivir una vida en obediencia a la palabra de Dios. Cuando un hijo de Dios está obedeciendo, se muestra alegre, dichoso, motivado y fortalecido, más cuando está en desobediencia, ocurre absolutamente lo contrario. La vida del creyente en desobediencia es triste, desmotivada y débil.

Pero, si sabemos este diagnóstico, pronóstico y cura de este mal ¿Por qué nos cuesta tanto obedecer? Nunca he conocido un creyente que diga que obedecer es una tarea fácil y de continua práctica. Por lo general, todos los cristianos declaramos solemnemente que nos cuesta obedecer y agradar a Dios en todo; de ahí que se transforma en un gran desafío cuyo único motor competente es el Espíritu Santo que Dios ha hecho morar en nosotros.

Ya habíamos analizado el pasaje de Hebreos 5 que se complementa perfectamente con el de Filipenses 2, donde se declara la propia experiencia del Señor Jesús respecto a la obediencia. La Palabra de Dios presenta a la obediencia como el producto que emerge en medio de las súplicas, el clamor y las lágrimas. Así lo dice el texto de hebreos frente al excelso ejemplo de nuestro Señor Jesús. La magnitud de las súplicas, clamor o lágrimas que el Señor Jesucristo derramó en su camino a la cruz y que le permitió experimentar la plenitud de la obediencia, es un asunto que no podemos dimensionar. No obstante, sí es un enorme ejemplo para seguir sus pisadas.

Todos sabemos muy bien las áreas de nuestra vida que están en desobediencia a lo que Dios dice en su Palabra. Aún como creyentes, podemos ocultar aquellas falencias o debilidades, pero tarde o temprano, tendremos que comparecer cara a cara con las demandas de la obediencia.
El caminar en obediencia, es un tránsito pedregoso y cansador que anula la antigua naturaleza y las exigencia de un mundo opositor e incrédulo que aborrece a Dios y a su Palabra, sin embargo, el hijo de Dios deber perseverar en aquella vía cuyo sentido inverso, intenta constantemente desviarle del destino final. A pesar de esta ardua tarea y demanda, la corona de esta lucha diaria es la perfecta comunión con El Señor y el gozo de ser un hijo de Dios.

El escoger obedecer, muchas veces se transformará en una fabrica de clamor, de súplicas y de lágrimas que declaran tenazmente cárcel para el viejo hombre y sus pasiones, y libertad para la nueva criatura en Cristo.
A diferencia del falso evangelio de la oferta barata y de liquidación religiosa que se muestra en estos tiempos de apostasía, la Palabra de Dios presenta al Señor Jesús dejando una tremenda demanda, cuya invitación es justamente hacia aquella caminata de la obediencia y que pocos han iniciado: (Lucas 9:23) “Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame”
La negación de sí mismo, no es sino renunciar a nuestro propio ego y sus reclamos. Es crucificar al viejo hombre y sus pasiones, es obedecer al Espíritu que mora en nosotros y no nuestras concupiscencias. Esto no es fácil, no obstante, El Señor nos ha entregado todo lo suficientemente necesario para que esto sea una realidad, solo debemos obedecer; he ahí el gran desafío.
Siempre cuando llego a este punto recuerdo un ejemplo que la vida del cristiano tiene una dinámica muy similar a la de un practicante de surf. El equilibrio y avance con poder y velocidad, solo se logra obedeciendo la dirección de la ola del mar, ya que a la más mínima resistencia que el deportista le ofrezca, la caída es inminente. En esta ilustración, la ola vendría a ser la voluntad del Espíritu Santo que mora en nosotros, que nos redarguye, nos anhela celosamente y que nos traza una sola dirección definida y permanente, cual onda del mar.

A mayor obediencia, mayor será el poder que el cristiano pueda experimentar frente al pecado. El poder es fruto de la obediencia. Esta parte del análisis nos permite descubrir que el poder en el cristiano no significa griteríos, extravagancias o expresiones de misticismo, sino que libertad, dominio y reinado sobre el pecado.
(Romanos 6:12-16) “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia. Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia. ¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? En ninguna manera. ¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?”.
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La obediencia es una de las demandas que el Espíritu Santo, constantemente nos presenta, y esta continua elección entre obedecer y desobedecer, se transforma en la diaria opción de vivir lleno del espíritu o sucumbir ante las demandas de la carne. La obediencia no consiste en confrontar al pecado, desafiar las debilidades o subestimar el poder de la carne, por el contrario, el cristiano obediente sabe muy bien de sus propias debilidades y huye de las tentaciones o condiciones que le harán nuevamente rendirse ante los designios del viejo hombre. (1 Timoteo 6:10-11)
“porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores. Mas tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas” (2 Timoteo: 2:22) “Huye también de las pasiones juveniles”

El poder está en la obediencia. Así como el texto presenta la advertencia frente a la seducción del dinero o de las pasiones, el mandamiento es a “huir”, lo que significa literalmente salir arrancando de los tentáculos que buscan arraigarnos en el espeso pantano del pecado. Que Dios nos ayude a meditar en este importante y trascendental tema, ya que el poder del creyente radica en la obediencia y sumisión a su Palabra, situación absolutamente opuesta a los reclamos de la antigua naturaleza, la que lucha sin cesar contra el alma.
Como en la Doctrina de Cristo dice a través del aposto Pedro: (1 Pedro 2:11) “Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma” Que así sea, amén.

PREDICA en Lerma por: PASTOR Víctor Ramón Preciado Balderrama
Hola hermanos les saludo con mucho amor en el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, y con un solo propósito de que sean edificados sus vidas y sus ministerios, me gozo el saludarles y el que Dios me dé la oportunidad de servirles si me lo permiten, y con todo respeto a su doctrina o denominación, mi único interés es que corra la Sana Doctrina de Cristo. Por favor si les interesan estos materiales escríbanme pidiéndomelos a cualquiera de los siguientes correos, y con mucho gusto y en el amor a Cristo se los enviaré inmediatamente sin cuestionar nada y que el Espíritu Santo los dirija y los lleve por buen camino, solo les pido si lo recibes de gracia dalo de gracia.
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